15 junio 2015

Sor Citroën


Me critican que hable de libros que no he leído. Si se piensa bien, eso de hablar de libros no leídos no pasa de pecado venial. Los libros no se leen, o si acaso deben leerse con pausa. Es grosero leer los libros de un tirón, como el que bebe de una garrafa. Lo que es uno, ya sólo lee en fragmentos, a páginas sueltas, y sólo veo justificado agotar y concluir muy pocos libros (no como en la adolescencia, en que leía hasta el final las novelas de Agatha Christie, a ver quién era el asesino). Con las películas me pasa lo mismo. Ahora que voy a hablar de Sor Citroën (Pedro Lazaga, 1967), resulta que tampoco la he visto nunca de principio a fin, porque suelen echarla por la tele a la hora de la siesta, y sólo he logrado verla por pasajes sueltos, dando cabezadas en el sillón.

Dentro de nada, en un par de años (en 2017), celebraremos el cincuentenario de Sor Citroën, así que me anticipo a las celebraciones. Se trata de una película, ¿cómo diría yo?, inolvidable. Tontorrona, con aire de época, pero que se deja ver muy bien, sin ser ninguna obra de arte. No es una película que haya envejecido particularmente. Es tan española como el vino tinto, o la liga de fútbol. Desde luego merece ser conservada en la Filmoteca Española, por los mismos motivos que las películas americanas se depositan en el National Film Registry de la Library of Congress, cuando se aprecien como "culturally, historically, or aesthetically significant". Pienso que Sor Citroën, cuando menos, es también una película muy relevante para conocer su tiempo. 

Sor Citroën parece la réplica modosa de aquella película tan dramática de Fred Zinnemann, Historia de una monja, que se estrenó inmediatamente en España en 1960, protagonizada por Audrey Hepburn. A su lado, el papel de Gracita Morales es el de una monja blandita y empalagosa, pero que se gasta un "genio racial" cuando toca (nada que ver con el drama tan sutil de Zinnemann). Pero es muy curioso que se nos presente a estas dos monjas, la belga y la española, como hijas de un padre viudo (el padre español no tenía más remedio que ser eso tan hispánico como un factor de estación de ferrocarril). En la película de Zinnemann hay violencia e incluso un asesinato, pero en la de Pedro Lazaga la sangre no llega al río, y como mucho hay, ¡cómo no!, un niño perdido del orfanato, que se lo encuentran unos albañiles que son todos unos cachos de pan, que quieren acercarse a una gasolinera para comprarle al infante un poco de leche caliente.

También se me ocurre que se podría comparar a la monjita española, "la hermana Tomasa", con don Quijote. Ambos van a la aventura (don Quijote en su rocín, y sor Citroën en un dos caballos). Mientras que las aventuras de don Quijote acaban casi siempre mal, a palos, las de sor Citroën acaban siempre bien, como aquella en que un guardia de la porra le pone una multa de tráfico, y al final todo el mundo quiere poner de su bolsillo los veinte duros que se deben. O como cuando sor Citroën va a la gasolinera a repostar, y no quiere pagar las 200 pesetas que marca el surtidor, ¡y consigue ablandar al dueño, para que le perdone la cuenta! Es evidente que las monjas españolas de la vida real son más serias, y pagan sus facturas como Dios manda.

La película Sor Citroën no puede ser más distinta que el Quijote. En la novela, el mundo es tal cual de duro como el de verdad (por eso nos hacen gracia las tonterías de don Quijote y Sancho Panza). En cambio en la película de Gracita Morales, la historia es de color de rosa, y acaba muy bien, y todos contentos. ¡Qué mentira! Por eso será que es una película que logra arrullarnos a la hora de la siesta, con una sonrisa en los labios, como cuando eramos niños.

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