29 junio 2015

La falacia griega


De todos los posibles argumentos a favor de la ayuda a la República Helénica, y por derivación necesaria, al mismo pueblo griego, al que menos sensible soy es a la presunta deuda sentimental con la Grecia eterna, como la que esgrime (el último en repetirlo), Julio Llamazares en su artículo de prensa "Amor a Grecia" [El País]. Comenzando por la imprecisión, reveladora, y que nos encamina a la solución correcta, de que Aristóteles, el sabio discípulo de Platón, luego fundador del Liceo, que la historia recuerda por ser autor de tratados éticos y metafísicos, no era griego, quiero decir ateniense, sino macedonio. Con dolor y nostalgia recuerdo mis visitas a la Gran Mezquita de los Omeyas en Damasco, que centurias atrás fue sucesivamente templo arameo, griego y bizantino. Historia tortuosa como, entre nosotros, la de la misma catedral de Córdoba, antigua mezquita, y antes basílica visigoda. La antigüedad vive en un mundo ideal, tal vez sólo en nuestras mentes, que acaso divisemos con dificultad en los miserables vestigios físicos del presente. Los ciudadanos griegos de hoy no son, sin más, los herederos del pueblo ático, y quizá puedan incluso quedarse boquiabiertos oyendo a un extranjero hablar de Sócrates (como me contaba un amigo mío, visitante desencantado de Atenas), lo mismo que un manchego de nuestros días haya oído hablar de don Quijote sin haber leído El Quijote. Habrá que ayudar a los griegos porque son nuestro prójimo, que es la razón suficiente, sin invocar falazmente al viejo Homero.

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